Homilía para el Domingo Primero de Adviento (B)
30 Noviembre 2014
Lectura: Is 63, 1b-17.19b, 64, 3-7
Evangelio: MC 13,33-37
Autor: P. Heribert Graab, S.J.
Los textos de la Escritura de este Primer Domingo de Adviento apenas impresionan para despertar en nosotros un estado de ánimo de Adviento o incluso prenavideño.
Los textos tienen ante la vista más bien el “final de este mundo” y con ello la llamada “segunda venida” del Mesías, Su venida para el Juicio.

En muchos de nosotros las palabras de ‘Juicio Final’ provocan malestar y temor.
A través de los siglos la Iglesia ha atizado este temor y lo ha utilizado ‘de forma pedagógica’ para la educación al servicio de una vida en la fe.
Famosas obras de arte dan testimonio de una educación así mediante el temor.
Piensen ustedes, por ejemplo, en las famosas representaciones del Juicio Final de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina o de Rogier van der Weyden
en el hospital de Beaune.

Ciertamente los textos bíblicos están marcados
por una gran seriedad;
pero ni Isaías ni el propio Jesús quieren causar temor.
Isaías ve de forma muy realista la culpa del pueblo de Dios y sus malas consecuencias:
“Como el follaje estamos todos nosotros marchitos,
nuestra culpa nos lleva fuera como el viento.”
Pero en un contexto muy similar dice el propio Dios a través de Isaías:
“Pero mi salvación permanece eternamente
y mi justicia no tendrá fin.” (Is 51,6)
E Isaías confiesa en la Lectura de hoy:
“Tú, Señor, eres nuestro Padre,

‘nuestro Salvador desde siempre’ eres llamado.”

Y Jesús ha anunciado a lo largo de Su vida el alegre mensaje del Reino de Dios,
que ahora ya ha despuntado.
Este mensaje alegre conserva su validez también y ciertamente ante el fin del mundo amenazante:
“Cielos y tierra pasarán”, dice Jesús,
“¡pero mis palabras no pasarán!”

También en este sentido es consoladora la comparación con la higuera:
Sus ramas verdes están jugosas en el verano
y las hojas florecen.
Esta imagen nos ayuda a comprender,
que el fin del mundo significa ‘transformación’-
‘transformación’ para una nueva vida.

Durante largo tiempo no era pensable una pedagogía sin temor;
de ningún modo sólo en la Iglesia.
Los mayores entre nosotros fuimos educados no hace demasiado tiempo por medio de castigos y del temor.
Muchas madres tenían un discurso casi duro:
“¡Aguarda a que venga tu padre;
entonces te vas a enterar!”
En la Iglesia correspondía entonces la predicación sobre el infierno a las misiones populares,
que no tenían ningún otro sentido más que difundir el temor pedagógico.

Gracias a Dios esta forma de pedagogía corresponde al pasado – al menos en teoría.
El temor no es una ayuda verdadera para la educación de las personas y en todo caso es un gran avance que la pedagogía y, en gran parte, también
la Iglesia lo hayan aprendido.

Pero también la ‘recompensa’ como medio de educación es muy problemática.
Naturalmente este razonamiento es válido para la pedagogía eclesial a la vista del Juicio Final:
Seguramente no es el último término de la sabiduría educar en el bien ‘para que vayas al cielo’.

Entonces ¿cómo hablar de las ‘postrimerías’?
Y ¿cómo anunciar el mensaje de la Sagrada Escritura?
Sobre todo me parece que es importante también leer el mensaje de las ‘postrimerías’ en el contexto de toda la Revelación y leerlo con ‘buenos ojos’,
es decir, con los ojos de una fe que confía.

Aquí está para mí totalmente en el primer plano:
el punto de giro y la piedra angular de todos los textos del tiempo final es Jesucristo.
En el Evangelio de Marcos hemos escuchado hace un momento:
“Entonces veréis al Hijo del Hombre venir de las nubes con gran poder y majestad.”
En la tradición del Evangelio de Lucas,
Jesús continúa:
“Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación.” (Lc 21,28)
Y en Mateo se dice:
“Cuando el Hijo del Hombre llegue en Su gloria
y todos los ángeles con Él,
se sentará en el trono de Su gloria.
Y todos los pueblos se reunirán ante Él
y Él los separará como el pastor separa las ovejas de las cabras.” (Mt 25, 31 s)

Este Hijo del Hombre que, según los textos bíblicos, está en el centro del acontecimiento del tiempo final y también del Juicio final es exactamente aquel cuya ‘encarnación’ celebramos en Navidad,
es este Jesús de Nazareth al que conocemos y amamos:
Él se ha compadecido de todos los enfermos, débiles y achacosos y los ha curado.
Continuamente Él ha perdonado a los seres humanos sus fallos, sus pasos en falso, sus culpas y sus miserias.
Precisamente a Pedro que Le negó por tres veces le confió para el futuro el cuidado de Su ‘Iglesia’.
Él no sólo ha predicado el amor sino que lo ha vivido en el día a día
y a nadie ha excluido.
Por eso Pablo puede escribir con confianza en Jesucristo:
“Cristo, que ha muerto, más aún que ha resucitado, se sienta a la derecha de Dios e intercede por nosotros.
¿Quién nos puede separar del amor de Cristo?”
(Rm 8,33 s)

Yo confío en ello y por esta confianza anuncio públicamente:
¿¡Qué nos puede separar del amor de Cristo?!
Y entonces pienso naturalmente que la misericordia de Dios se desliza como un hilo rojo a través de toda la Sagrada Escritura.
Además de muchos otros textos de la Sagrada Escritura da testimonio de ello este Primer Domingo de Adviento.
Y no por casualidad vuelve continuamente el Papa Francisco sobre el tema de la misericordia.
En todo caso nadie me puede hacer creer,
que esta misericordia divina se reduce
al tiempo de aquí.
Si el Padre se muestra en la historia como misericordioso, entonces tanto más lo será en el momento crucial de la plenitud del tiempo.

Pablo escribe de nuevo:
“Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres;
pero el más importante es el amor.” (1 Cor 13,13)
Jesús nos aconseja en el Evangelio estar vigilantes con confianza creyente y con amor.
Y quizás Él hoy también utilizaría y diría una palabra totalmente actual: ¡Estad atentos!
¡Estad atentos al Dios que ama la misericordia en vuestra propia vida;
y estad atentos con mutuo amor misericordioso!

Amén.