Homilía para el Domingo Cuarto de Adviento
del ciclo litúrgico C

20 Diciembre de 2015
Inmediatamente antes de Navidad una homilía sobre el tema del ‘árbol de Navidad’.
Autor: P. Heribert Graab, S.J.
Con respecto a esto también: fiesta de Navidad de 2002.
Ya hace algunas semanas que nuestra ciudad está adornada
con innumerables árboles de Navidad iluminados.
En nuestras viviendas estos árboles corresponden a la Navidad.
Tampoco en nuestras iglesias se puede prescindir en los próximos días festivos de estos árboles.

Esto no fue siempre así.
En el punto central de las celebraciones católicas de la Navidad estuvo originalmente sólo el pesebre,
que nos cuenta la historia de esta fiesta,
la historia del nacimiento de Dios como ser humano.

Aproximadamente desde el siglo XVI
y sobre todo en los siglos XIX y XX
entró el árbol de Navidad cada vez con más frecuencia y a veces también en lugar del pesebre.

Probablemente sólo los menos entre nosotros sabemos,
que el árbol de Navidad es una alusión al árbol del Paraíso,
por tanto a aquel árbol, que estaba en el centro del Paraíso y que era un símbolo del poder vital divino,
que el Dios de la Creación nos quiso obsequiar a todos nosotros.

Sabemos por el relato de la Creación de la Biblia y por la propia experiencia,
que los seres humanos muy pronto y ya continuamente destruyeron esa plenitud de vida
por el egoísmo, los delirios de grandeza y la violencia de unos contra otros.

Ciertamente en estos días hemos experimentado la fuerza mortífera muy cerca, en los ataques terroristas de París.
La misma fuerza portadora de muerte impulsa a innumerables personas en su huida hacia Europa y en especial hacia Alemania.

Desde hace años se nos ha hecho dolorosamente consciente que, precisamente en Bethlehem está presente el violento enfrentamiento entre israelíes y palestinos, precisamente en Bethlehem,
aquella ciudad que en Navidad en todas las bocas es
el lugar del nacimiento de Jesucristo,
que celebramos como Príncipe de la Paz;
aquella ciudad, ante cuyas puertas los ángeles anunciaron a los pastores el mensaje navideño:
“¡Gloria a Dios en las alturas
y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!”

A consecuencia de este mensaje está el árbol de Navidad hasta el día de hoy como el árbol de la vida.
Como un árbol siempre verde que testimonia la fuerza de la vida también en el tiempo invernal de muerte y de violencia.

Y desde que hay árbol de Navidad,
los creyentes cristianos hacen lo posible,
para explicitar su fuerza simbólica como árbol de la vida:
lo adornan con luces.
Y nos decimos:
Celebramos el nacimiento de la Luz verdadera
en toda la obscuridad de este mundo:
“¡Llegó al mundo la Luz verdadera, que ilumina a todo ser humano!”

Más aún:
Adornamos el árbol de Navidad con los frutos de la vida, con dones que nos regalamos unos a otros
como signos de aquel amor,
que Dios trajo renovado al mundo por medio de Su Encarnación.
Hoy más bien colgamos en los árboles de Navidad bolas que brillan y a veces también cosas sin sentido.
Sin embargo, originalmente el árbol de Navidad
se adornaba sobre todo con manzanas.
Y con ello se establecía una continua referencia
a aquel árbol de la vida del Paraíso,
cuyos frutos eran, según la tradición popular, manzanas.

Por tanto, el árbol de Navidad es portador de frutos de vida:
frutos del amor,
frutos de solidaridad y de justicia,
frutos de paz.

Por consiguiente, con estos frutos debemos adornar
el árbol de nuestra propia vida,
para que no esté tan pobre e infructuoso,
tan pobre e infructuoso como aquella higuera,
que Jesús maldijo
porque no tenía más que hojas
y ningún fruto que saciase.

No mucho más que hojas de papel encuentran
con demasiada frecuencia aquellas personas,
que buscan en el árbol de nuestra comunidad ayuda para su necesidad social – actualmente p.e. muchos refugiados.
No sólo no encuentran una cultura de acogida en nuestro país;
Más aún encuentran nuestra burocracia –
hojas, hojas, hojas…hojas de papel;
pero apenas nada que calme su hambre de vida, de solidaridad y de paz.
¡No los deberíamos olvidar en Navidad!
Frutos de la fe en el Niño del pesebre y
en Su Evangelio,
frutos de confianza en un futuro regalado por Dios,
frutos del amor en las familias,
en el vecindario, en la vida laboral,
en la sociedad en total
incluso – se oye y se asombra uno – en la gran política.

Amén.