Homilía para el Tercer Domingo de Cuaresma
19 Marzo 2.006   (23 Marzo 2.003)
Evangelio: Jn 2,13-17
Autor: P. Heribert Graab S.J.
De forma muy poco habitual Jesús sale a nuestro encuentro en este texto del Evangelio.
Nuestra imagen de Él tiene más bien tendencias inofensivas.
Él aparece ante nuestros ojos como alguien que no puede matar una mosca.

Ahora se relata en los cuatro Evangelios y en diferentes contextos el suceso de la expulsión del Templo.
Así que esta historia está bien atestiguada y el acontecimiento relatado no es puesto en cuestión
por apenas nadie.
Por consiguiente, debemos situarnos en este aspecto tan poco habitual de la personalidad de Jesús y preguntarnos qué pudo producir en Él tanta rabia y dónde está el motivo de esta cólera,
que, evidentemente, no hierve de forma espontánea ni no deseada,
sino muy meditada y dirigida con puntería al asunto.

Para entender esto es necesario preguntarse por la función del Templo en tiempos de Jesús.
El Templo es, sin duda, el centro religioso de Israel
y también el centro del poder religiosamente legitimado.
Además el Templo es el centro del poder económico y político.
En el transcurso del tiempo, allí se acumuló no sólo el considerable tesoro del Templo,
sino que más bien servía el Templo al mismo tiempo como depósito de joyas y como gran banco – en primer lugar y sobre todo porque, a consecuencia de su santidad parecía protegido contra intervenciones ilegales.

Pero evidentemente, se convirtió también en un punto atractivo para la confiscación codiciosa, la especulación, la corrupción y el fraude.
Así, por ejemplo, el cargo supremo del Templo era el del Sumo Sacerdote, comprable desde tiempo de Herodes:
Quien pagaba el máximo, recibía este cargo y con él un poder enorme para sí mismo y para su familia.

El historiador Josefo cuenta que los soldados romanos, incendiarios y saqueadores, se llevaron consigo, en la destrucción del Templo en el año 70, tales riquezas que en Siria el precio de la libra de oro descendió a la mitad.

Naturalmente, los pequeños negociantes y cambistas del atrio del Templo sólo eran los últimos pequeños eslabones de una larga y monstruosa cadena ramificada del poder corrupto, fraudulento y explotador, para el que la “casa de Dios” entre los hombres estaba degenerada.

Naturalmente Jesús sabe con certeza que estos pequeños comerciantes no son los verdaderamente culpables,
que ellos más bien representan un sistema usual.
Sabe también que Él no puede cambiar esta mala situación por medio de Su “pequeña acción”, con la cual en todo caso Él alcanza una cierta publicidad.
Por el contrario: se da cuenta de que Su actuar va a rebosar el vaso y Le llevará incluso a la Cruz.

Pero sin embargo o ciertamente por ello Él realiza este signo.
Y la cólera que Le domina, deja claro cuánta perversidad y cuánta blasfemia ve en este conglomerado de poder religioso, económico y político y cómo juzga este abuso de la religión y de la fe en Dios.
Nadie podría decir que no se expresó con la suficiente claridad.
Pero esto no ayudó mucho.
Verdaderamente, con la destrucción de Jerusalem en el año 70, fue barrido todo el sistema,
pero bajo el nombre de Jesucristo mismo y
en su propia Iglesia se originaron pocos siglos más tarde, sistemas semejantes de entramado del poder religioso, económico y político, no en Jerusalem, pero, por ejemplo, en Roma.

Todavía hoy admiramos en las peregrinaciones, iglesias, palacios y museos señoriales.
Los guías nos aclaran qué Papa o qué Prelado construyó éste o aquel edificio como signo del propio poder e inmortalidad.
Apenas nunca se aclara quién y bajo qué condiciones verdaderamente construyó estos palacios
y de dónde sacó el dinero para ello;
quién compró a quién y cual fue la equivalencia.

Y evidentemente esto hoy también es necesario
para mirar a la Iglesia continuamente y al máximo con lupa.
Cuando automáticamente crece el poder y la autoridad de una institución grande y universal, esto no se logra sin los correspondientes medios económicos.
Esto sólo tampoco es malo.
Pero también hoy puede ser una enorme tentación para el abuso de la fe.
Al fin y al cabo, la Iglesia no se compone sólo de personas de santa pobreza como Francisco de Asís, Isabel de Thüringen o la Madre Teresa.

Cuando hoy hablamos de forma muy actual sobre el abuso de la fe, que entonces Jesús “empujó a las barricadas” no podemos callar sobre las causas secretas de la guerra de Irak.
Leí estos días que Saddam Hussein había mandado que le pintasen como Nabucodonosor,
por consiguiente, como el rey babilónico bíblico,
cuya misión divina era extinguir al pueblo de Israel, que se había apartado de Dios, y su entorno.

Y de forma muy semejante ve manifiestamente George W. Bush su misión como un llamamiento divino y un envío.
Cuando reparte el mundo en bueno y malo,
cuando él entiende su guerra como una batalla decisiva contra las fuerzas del mal,
entonces está en el fondo, la visión de aquella batalla apocalíptica en Harmaguedón, de la que habla el Apocalipsis de Juan, Ap 16,12-16.
En ella ve la tradición, por así decirlo, la última batalla decisiva entre el bien y el mal,
entre Dios y Satán.

Para el círculo evangélico-fundamentalista
de los EE. UU.,
Harmaguedón es ya hace largo tiempo un tema de gran actualidad.
Y la ideología religioso-política de un George W. Bush tiene aquí sus raíces.

Sobre este fondo hay que interpretar no sólo los discursos del Presidente sobre “el eje del mal” o sobre la “cruzada contra el mal”.
Sobre este fondo también se hacen diáfanas en su peligrosidad sus frecuentes alocuciones que se van convirtiendo en religiosas:
Por ejemplo, cuando dice:
“La libertad no es un regalo de América al mundo.
La libertad es un regalo de Dios a todo ser humano en el mundo…
Dios nos ha llamado para defender nuestro país
y conducir al mundo a la paz.
Y nosotros lucharemos por ambos retos con valor y confianza en nosotros mismos.
(Los terroristas) odian la idea,
de que nosotros en este magnífico país
adoramos a Dios Omnipotente
como nos gusta.
y lo que los pone aún más furiosos
es que nosotros no cambiaremos.”

Nosotros estamos poco acostumbrados a interpretar políticamente los textos bíblicos,
aunque la vinculación de religión y política
en tiempos de Jesús debía insinuar esto.
La tradición cristiana empuja más bien a un modo de contemplación de las historias bíblicas, con el primer plano referido al individuo.
Ciertamente a la vista del párrafo del Evangelio de hoy, se impone, sin embargo, directamente una interpretación política.

Sin embargo, yo quisiera terminar con una pregunta que tiene más bien en cuenta la comprensión individual del Evangelio:
En nuestra vida muy personal y diaria ¿qué “mesas” tendríamos que derribar nosotros mismos,
cuando referimos a nosotros la intención de Jesús?

Amén.