Homilía para el Cuarto Domingo de Cuaresma (C)
18 Marzo 2007

Evangelio: Lc 15,1-3. 11-32
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Esta tarde quisiera invitarles en primer lugar a un momento de silencio para reflexionar sobre esto,
¿con quién se identifican ustedes en primer lugar de forma espontánea:
con el padre – con el hijo que regresa –
con el hijo que permaneció en casa?

- breve silencio -

En primer lugar nos preguntamos,
quién es interpelado con esta parábola,
por consiguiente, a quién Jesús – o también Lucas – identifica con las personas:

Jesús se dirige con esta parábola a los escribas y fariseos.
Éstos se indignaron porque Jesús tenía trato
con “pecadores” e incluso comía con ellos.
Por consiguiente, esta parábola es una forma de discurso defensivo:
Jesús aclara su conducta y pide comprensión
para Su misericordia.
Él desearía ganarse a los escribas y fariseos.

En la figura del Padre, al que llamamos Padre misericordioso, se esboza Jesús mismo y su perdón complaciente.
Por consiguiente, no se trata inmediatamente de Dios, como suponemos normalmente.
El joven que regresa a casa dice:
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”.
“Contra el cielo” – se refiere a Dios.
“Contra Ti” – se refiere verdaderamente al Padre, es decir, a aquel que está como Padre en la parábola: Jesús.

En la mirada sobre los dos hijos hay que diferenciar:
¿Qué intención tiene Jesús?
¿Qué intención tiene Lucas cuarenta años después?

Jesús interpela a los escribas y fariseos.
En la parábola los reconoce de nuevo en la persona del hijo que permanece en casa.
Jesús no critica de ninguna manera
que ellos hayan permanecido en casa
y con gran celo y piedad sincera han respetado y vivido las tradiciones religiosas de su pueblo.
* Él critica más bien su vanidad y dureza.
* Él critica que ellos no quieran perdonar,
* Él critica que no se alegren por el regreso y que no quieran celebrar ninguna fiesta de reconciliación.

Lucas, por el contrario, no tiene nada que ver con los escribas y fariseos,
sino con una comunidad judeocristiana,
que precisamente persiste en sus tradiciones judías
y reclama sólo para sí a Jesús, el Mesías y el Salvador.

Para esta comunidad los cristianos del paganismo son un problema.
¿Cómo pueden éstos pertenecer a Jesús
si – contemplado con ojos judíos – proceden de un mundo totalmente “impuro” e incluso “pecador”?
¿Cómo se puede dirigir la palabra como a hermanas y hermanos a estos “dudosos”?

Por consiguiente, para Lucas los cristianos del paganismo se corresponden con la imagen del hijo que regresa, mientras los juedeocristianos se deben reconocer en el hijo que permanece en casa.

Evidentemente es importante para nosotros, cristianos del siglo veintiuno, poner ante la mirada aún una tercera interpretación y preguntar:
¿Dónde tomo parte en la familiar historia de esta parábola?

Una pastoral orientada en el pasado en exceso hacia la culpa y el pecado, nos ha incitado continuamente a vernos a nosotros mismos como “pecadores” y a regresar arrepentidos a los brazos amorosos del Padre.

Yo no quiero contradecir esto – sobre todo no, si finalmente nos desprendemos de una comprensión del pecado puramente individual.
Hoy me parece que es más importante reconocer nuestro entramado en las conexiones de culpa sociales y estructurales, que han llegado a ser tan desmesuradas.

En verdad, también hoy se trata de una conversión indispensable.
Sin embargo, esta conversión la tenemos que comenzar conjuntamente.
* No podemos más tiempo hablar de la responsabilidad de otros – sobre todo de los políticos.
* No podemos hablar más tiempo con sentencias baratas, como, por ejemplo:
“de todos modos yo no puedo cambiar nada como miembro insignificante de la totalidad.”

¡No nos podemos quedar con las manos cruzadas sobre el regazo más tiempo!
Como cristianos y como ciudadanos corresponsables tenemos que cambiar algo conjuntamente- y pronto.
Esto nos lo ha puesto más que claro la evolución rasante del clima.
¡Y esto es sólo un ejemplo entre otros muchos!

Después me parece que es oportuno
-cuando oigamos la parábola del padre y de sus dos hijos -
contemplar, algo más intensamente y referido a nosotros, al hijo mayor, que se quedó en casa, y que “valientemente” ha cumplido con su deber.
Me parece que entre nosotros y también en esta comunidad hay déficits considerables y tanto individual como socialmente.

El “Padre” de la parábola, por consiguiente Jesús mismo, no se puede imaginar celebrar una fiesta cuando alguien se queda fuera.
El encuentro del Padre con el hijo que regresa termina con un “final feliz”.
El encuentro del Padre con el “hijo modelo” queda abierto.
Este encuentro tiene que hallar aún su final,
encontrando aquella decisión,
que cuesta tanto al que ha permanecido en casa.

* ¿Verdaderamente podemos celebrar, que alguien que piensa de otra manera o alguien que actúa de otra manera empuje y se encargue de tareas en nuestras parroquias, en alguno de nuestros grupos – incluso en el consejo parroquial – en las que nos hemos organizado autosuficientemente?

*¿Podemos interna y externamente celebrar una fiesta, cuando surge aquí uno o una que no tiene nuestra “cuna”?

* ¿Nos alegramos cuando aparece alguien en nuestras misas, el cual o la cual no responde a nuestras representaciones?

* ¿Nos acercamos a los “extranjeros” o “nuevos” aquí en la Misa?

* ¿Hablamos y bebemos después con ellos un te?

* ¿Les damos la bienvenida?

Preguntas semejantes se hacen naturalmente en nuestra vecindad, en la sociedad en general:
¿Cómo tratamos a los extranjeros?
¿Cómo defendemos las cuestiones de la tolerancia con los fugitivos y los solicitantes de asilo?

En verdad aquí queda abierta más de una pregunta.
El provechoso discurso del Padre en la parábola se dirige a nosotros:
“¡Pero ahora tenemos que alegrarnos y celebrar una fiesta!”
Me quedo atrás sólo y huraño
o me meto en la fiesta de los amigos?
¡Jesús nos invita a todos nosotros!
La decisión corresponde a cada uno de nosotros en particular.
¿Acepto la invitación?
¿Concelebro?

Amén