Homilía para el Segundo Domingo de Cuaresma (B)
8 Marzo 2009
Lecturas: Gn 22,1-8 y Hb 11,8-22
Evangelio: Mc 9,2-12
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Pablo habla en la Carta a los Romanos y otra vez en la Carta a los Gálatas muy detalladamente sobre la fe de Abraham.
Además sobre todo la visión de Pablo de este patriarca condujo a denominarle el “Padre de la fe”.

Abraham ¿también padre de nuestra fe?
Su disposición a sacrificar incluso a su hijo único nos parece tan incomprensible, francamente escandalosa.
Yo quisiera hablarles hoy sobre la fe de Abraham.
Pero antes permítanme una advertencia preliminar:

En la historia de las religiones este relato de Abraham-Isaac marca un punto radical de cambio:
En muchas religiones –también en el entorno cananeo del antiguo Israel- ofrecían víctimas humanas a los dioses para congraciarse con ellos en situaciones amenazadoras.
Israel, por el contrario, documenta con esta historia su libro de creencias:
Las víctimas humanas son incompatibles con nuestra comprensión de Dios;
Él espera nuestra fe y una confianza imperturbable en Su amor.
Un signo externo de una fe así que confía puede ser ofrecerle a Él algo que para nosotros signifique un valor –un animal del rebaño, que entonces aseguraba la subsistencia de los seres humanos.
Por consiguiente, esta historia de Abraham-Isaac es
- si ustedes así lo quieren-
un documento temprano de la “Ilustración” religiosa.
Ahora dirijamos nuestra mirada a la fe de Abraham
y a lo que su historia significa para nuestra fe.
El relato de la fe de Abraham comienza mucho antes con su salida de la antigua patria de Jarán en Ur de Caldea.
Sigue lleno de confianza la llamada de Dios.
Le llama fuera de la seguridad de su patria hereditaria y le exige el riesgo de ser “extranjero”.
Cuando nosotros pensamos hoy en el destino de los inmigrantes
-por ejemplo en el destino de los inmigrantes que llegan a Italia desde África –
entonces comprendemos lo que significa,
buscar como extranjero una nueva patria.
Una idea de ello se halla aún en nuestro idioma.
“Ausland” (extranjero) es equivalente a “miseria”.
Piensen ustedes, por ejemplo, en la “iglesia de la miseria” aquí en Colonia,
que antiguamente era la iglesia del cementerio de los “extranjeros” en nuestra ciudad.

Sin embargo, Abraham sigue como de una forma natural el llamamiento de Dios con una confianza sin condiciones en la promesa divina:
“Yo haré de ti un gran pueblo, te bendeciré y tu nombre será grande.
Tú debes ser una bendición.” (Gn 12,2)

¡La plenitud de esta promesa se hace esperar!
Él mismo y su mujer Sara envejecen
sin que aparezca la prole.
Pero “a causa de la fe incluso Sara recibe la fuerza
para convertirse en madre a pesar de su edad;
pues creyó fiel al que había hecho la promesa.”

Pero ahora Dios conduce a Abraham a la más extrema obscuridad –
hasta la muerte aparente de la propia promesa.
La Sagrada Escritura hurga en esta carga de la fe como en una herida:
“Toma a Isaac –tu hijo– tu hijo único al que amas…”

Martín Lutero hizo resaltar con toda agudeza:
cómo tuvo que ir esta llamada de Dios a Abraham
a la substancia de su fe:
“No podría cerrarse a la razón humana fácilmente,
ni la promesa podría mentir,
entonces esto no tendría que ser mandato de Dios
sino del demonio.
Pues es evidente que la promesa suena contra sí misma.
Pues si Isaac debe ser matado,
entonces la promesa es vana e inútil;
por tanto es imposible que sea mandato de Dios.
Por otra parte, digo yo, no puede cerrarse a la razón.”

Por consiguiente, la fe de Abraham está preparada para elegir incluso el camino de la muerte,
del fracaso aparente,
sólo y únicamente con la confianza en la fidelidad y el poder de Dios,
que incluso puede resucitar a los muertos.

A pesar de todo ahora no se presenta ningún camino, y por eso la mayoría de nosotros consideramos como exigencia exagerada esta lectura de Abraham:
¿Cómo Dios puede pedir algo así? –
preguntamos espontáneamente.
¡Un Dios que hace algo así no es el Dios de nuestra fe!
Sin embargo, merece la pena de preguntar:
¿Qué significa ahora para nosotros la tradición de Abrahám?
¿Qué tiene que decir el “Padre de la fe” a nuestra fe?
1. En primer lugar: Tampoco nosotros podemos establecer las tradiciones de nuestra fe “de forma placentera”.
Creer también significa para nosotros:
* estar preparados para echarse fuera de la vía:
* preparados para dejarse mostrar nuevas metas;
* preparados para escuchar siempre de nuevo la llamada de Dios;
* preparados para ponerse de nuevo en camino continuamente.

Creer significa también hoy,
vivir desde la promesa de Dios,
desde Su futuro,
desde una meta, que Él nos muestra.
Esencia de toda promesa es y continúa siendo aquella meta,
que la Escritura siempre transcribe
con la imagen de la ciudad “que está firmemente cimentada”.
Esta ciudad, la ciudad de Dios, se describe en el Nuevo Testamento en el capítulo XXI del Apocalipsis con espléndidos colores.
Finalmente una vida con Dios significa
la plenitud definitiva de toda nostalgia:
“En cada ser humano se halla un abismo,
que sólo Dios puede llenar.”

En toda la Creación se halla una dinámica enorme hacia esta meta y a esta dinámica estamos incorporados:
“Todo es vuestro – pero vosotros sois de Cristo-
Cristo es Dios.” (Cf. 1Cor 3,23)
Todo es dado al ser humano – todo el mundo–
Desde el grano de arena hasta los grandiosos progresos de la ciencia y de la técnica.
Pero el ser humano con todo su mundo e historia
tiene una dinámica interna hacia Dios.
¡De Él, por Él y en Él está todo!

Quien comprende esto,
quien dirige todo el mundo conquistado a la plenitud de la vida divina, de la vida eterna
es el nuevo ser humano, que necesita el futuro.
Para aquel que comprende esto
una mirada triste hacia atrás no tiene sentido,
como tampoco Abraham miró atrás, a Jarán, tristemente.
Jesús opina exactamente esto, cuando dice:
“Nadie que haya puesto la mano en el arado y vuelva la vista atrás, es apto para el Reino de Dios.” (Lc 9,62)

2. También en la primera Lectura de este domingo, se pone Abraham en un camino al que Dios le llama.
De nuevo, no sabe adónde le conducirá este camino.
Pero más que nunca antes, él está lleno de temor.
Y precisamente este temor nos une a él.
Todo temor existencial tiene su causa finalmente en que nosotros tememos al final perdernos
porque posiblemente Dios no ha valorado
al ser humano tanto como se nos dijo.
Además en una sociedad, en la que los seres humanos son medidos por su rendimiento,
hay poco sitio para la idea de ser aceptado sin condiciones por Dios.
Ciertamente aquí está la diferencia:
Contra toda razón y sus argumentos aparentes Abraham confía en el amor de Dios que le conducirá al camino recto para una vida realizada.
Contra todo temor, la fe imperturbable le da apoyo:
Yo soy aceptado por Dios incondicionalmente.
Él no me da una piedra si yo le pido pan.
No me da una serpiente, si yo le pido carne.
(Cf. Mt 7,9 s)
La fe en el amor de Dios sin reservas le permite estar convencido de que: ¡Todo es bueno!

Ninguna otra expresión se extiende tanto como un hilo rojo por toda la Sagrada Escritura, como esta expresión: “¡No temáis!”
La experiencia de Abraham en la tierra de Moriah en aquella montaña de Dios, que parecía ser tan peligrosa, ilustra ciertamente este mensaje:
“¡No temáis!”,
vosotros sois aceptados por Dios y conducidos por Su amor.

Jesús también enseña a Sus discípulos esta fe que hace feliz:
Por ejemplo, en la tempestad sobre el lago de Genesareth, cuando ellos gritaban y llamaban:
Maestro ¿no te preocupa que perezcamos?
La tempestad calmada hay que comprenderla como promesa de Dios:
“¡No temáis! Estoy con vosotros.
Yo me siento con vosotros en la misma barca!”

También en el Evangelio de hoy de la Transfiguración de Cristo:
-de nuevo en una “montaña de Dios”-
no se trata de nada diferente:
Los discípulos deben experimentar: ¡Dios está cerca!
Por su cercanía amorosa deben cobrar fuerzas
para no dejarse sacudir en el Viernes Santo
y en la experiencia de la Cruz y de la muerte
en la fe en el amor de Dios
y en Su respuesta por la vida.

Amén.