Predigt Homilía para el Domingo Vigésimo Tercero del ciclo litúrgico (B)
10 Septiembre 2006

Lectura: Sant 2,1-5
Evangelio: Mc 7,31-37
Autor: P. Heribert Graab S.J.
Durante la pasada semana participé en un congreso.
Lo que allí se trataba era importante para mí.
Por eso presté atención muy concentrado sobre lo que se dijo.
Sin embargo, algo se me pasó – sobre todo en las discusiones del pleno –  porque mis “orejitas postizas” no podían captar todo de forma suficientemente clara y comprensible.

Tampoco fue siempre posible seguir las tertulias nocturnas en agradable ronda – a consecuencia del nivel de ruidos general.
Y quien verdaderamente no puede seguir un diálogo,
poco a poco se convierte a sí mismo en “mudo” –
si ustedes quieren, al menos intermitentemente, en “sordomudo”.
En una situación tal se puede comprender la reacción de las gentes en la curación del sordomudo:
“Él lo ha hecho todo bien:
Él hace que los sordos oigan y los mudos hablen.”

Ya mi abuela, a su edad, fue dura de oído.
Hubo algunos en la familia que interpretaron esto así:
Sólo oye lo que quiere oír.
Ciertamente tales expresiones eran con frecuencia inexactas y a menudo también dichas maliciosamente.

Sin embargo, tales observaciones caracterizan un modo de dureza de oído o incluso de sordera del que todos nosotros más o menos estamos enfermos.
Este modo de sordera lo parafrasea Jesús con las palabras:
“oyen y, sin embargo, no escuchan y
no comprenden nada” (Mt 13,13).
Todos nosotros vemos y oímos excesivamente.
Los medios de comunicación inundan nuestros sentidos –y precisamente también nuestros oídos –
con una tal abundancia de información,
que nosotros sólo podemos percibir selectivamente.
Pero además seduce verdaderamente oír sólo:
* lo que queremos oír,
* o sea, lo que nos “viene a propósito”,
* lo que en todo caso corresponde a nuestro   pensar y a nuestras expectativas,
* lo que nos confirma a nosotros y a nuestras interpretaciones.

En los diálogos en conexión con las reuniones electorales de las últimas semanas, pueden hallar ustedes esto confirmado:
De ningún modo han oído todos lo mismo.
Tanto en negativo como también en positivo,
han oído sobre todo en particular, lo que esperaban de “su” candidato o también de los “otros”.

Observen alguna vez a los niños cuando están abstraídos en el juego:
La madre dice mientras tanto:
“Por favor, bajarías la basura al cubo de la basura.”
O dice:
“Ven, estamos disfrutando de un helado”.
¿Cuál de las dos breves frases escuchará el niño
o más bien se hará el desentendido?

Todos nosotros oímos las mismas noticias.
Por ejemplo hace poco:
“Uno de cada cinco niños en Alemania vive por debajo del umbral de la pobreza.”
En principio, quien está conforme con la orientación política en nuestro país, se hará con gusto el desentendido de esta información, porque no va a su imagen de Alemania.
Pero quien desestime la política concreta o incluso todo el sistema político, agudizará los oídos y dirá:
Escuchad esto de nuevo.

Otras dos informaciones:
“Ayer murieron en un accidente de coche en el distrito de Göttingen, cuatro jóvenes que regresaban de una fiesta de cumpleaños.”
La segunda información:
“Ayer se hundió un bote de fugitivos delante de la isla Lampedusa.
Aproximadamente treinta africanos negros encontraron la muerte.”

¿Cuál de ambas informaciones es escuchada y cuál de ellas será desatendida?

Nosotros oímos o desatendemos informaciones,
porque –consciente o inconscientemente– hacemos diferencias.

Estos criterios diferentes,
* según los cuales admitimos o no admitimos informaciones,
* según los cuales juzgamos a las personas,
* y según los cuales tratamos a las personas,
repercutían ya manifiestamente en las primitivas comunidades cristianas del siglo I.
Por ello, la Carta de Santiago critica esta conducta discriminatoria:
No debéis hacer ninguna diferencia entre los ricos, que llevan “sortijas de oro” y los pobres que llegan a vosotros con “vestimenta sucia”.

En el texto de Santiago no se trata de una actitud social fundamental.
No se trata de colectas caritativas y de donativos generosos.
En esta Lectura se trata exclusivamente de contemplar a un ser humano con los ojos de la fe, con los ojos de Dios:
“¡Mantened la fe en nuestro Señor Jesucristo
libre de toda acepción de personas!”

En un cierto modo de escuchar o de no escuchar,
en un cierto modo de mirar o de no mirar,
en un cierto modo de hablar o de callar como muertos
se trata del núcleo de nuestra fe o de nuestra increencia

Se trata de la persona que es una imagen de Dios.
Se trata de contemplar a las personas y a toda persona con los ojos de Dios y de ser sensible a la dignidad del ser humano,
sensible también para todo lo que hiere su dignidad.

Así trata Jesús al sordomudo,
le lleva a un lado con sensibilidad y le toca.
Le considera importante como persona en particular.
Entra en relación con este hombre.
Suelta no sólo las cadenas de sus sentidos defectuosos.
Mucho más importante es aún:
Desata las cadenas de su confianza en sí mismo bloqueada y le abre la puerta hacía la vida cerrada hasta ahora.

Si Jesús nos dijese este “Effata”, este “Ábrete”,
entonces cambiaría probablemente no sólo nuestro total modo de percepción,
si no además pondría del revés toda nuestra praxis existencial.

Es una pregunta palpitante,
qué parecería nuestra parroquia burguesa,
si la comprensión de la fe de Santiago o
precisamente el “Effata” del Evangelio
en cada uno de nosotros y en la comunidad como totalidad fuese eficaz.

Amén