Homilía para el Domingo Cuarto del
ciclo litúrgico (B) 1 Febrero 2009 |
Evangelio: Mc 1,21-28 Autor: P. Heribert Graab S.J. con el empleo de algunos pensamientos de una homilía de Kart Marti de los años setenta. |
Nosotros conocemos muchas
historias de los Evangelios de personas, que “están
poseídas por espíritus impuros”.
La mayor parte de nosotros leemos y escuchamos estas historias con gran incomprensión o con movimientos negativos de cabeza. Tales historias parecen estar acuñadas por una superstición no ilustrada. Por otra parte, sería natural tomar en serio tales fenómenos también hoy: No sólo porque a nosotros la moderna psicología nos abre un nuevo acceso. Más aún porque el teatro, el cine, la literatura y también el arte plástico tematizan continuamente el actuar desastroso de los “espíritus impuros”. Finalmente nosotros mismos experimentamos - sobre todo facilitado por los medios - lo que pasa, cuando el barullo infernal de impulsos y deseos escondidos, de ideologías y visiones, de locura y obcecación se libera en el ser humano y se manifiesta bien sea individualmente o –peor aún – como fenómeno de masas. Ante el Palacio de Pilatos, la multitud gritaba: “¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazareth?” “¡Que Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” “¡Crucifícale!” Nosotros conocemos por nuestra historia reciente una reunión de brujas muy similar “de espíritus impuros”: Josef Goebbels: “¿Queréis la guerra total?” y que además entusiasma al delirante Palacio de Deportes de Berlín. Ahora el alegre mensaje del Evangelio de Jesús suena: * En verdad, aquí hay alguien, que actúa con “autoridad”. * Cuya palabra posee autoridad liberadora. * “Incluso los espíritus impuros obedecen Su orden”. Esta autoridad de Jesús debíamos examinarla un poco. En otra ocasión los discípulos preguntaron a Jesús: “¿Por qué nosotros no pudimos echar al demonio?” La respuesta de Jesús fue: “Porque vuestra fe es tan pequeña. Amén os digo: Si vuestra fe fuera sólo tan grande como un grano de mostaza, entonces le diríais a esta montaña: ¡Desplázate de aquí allá!, y él se apartaría. Nada os sería imposible.” (Mt 17,20) Naturalmente la fe de este ser humano, Jesús de Nazareth, es de una densidad e intensidad única, tanto que en ella se funda una identidad que crea unión entre Él y Dios. Esta estrechísima unión de Jesús con Dios se expresa cuando confesamos: “Dios verdadero, de Dios verdadero” y “de la misma substancia que el Padre”. O cuando nosotros decimos: Él es el Dios Encarnado, o con el Evangelio de Juan: En Él la Palabra de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. En esta insuperable unión con Dios se fundamenta la “autoridad” de Jesús. Esto perciben las personas en el Evangelio de hoy- aunque ellos naturalmente aún no conozcan los fundamentos teológicos. Ellos perciben la inmediata autoridad y están confusos en lo más profundo por ello. Perciben que las palabras de Jesús son frescas y llenas de fuerza, no han sido gastadas ni irrelevantes por un uso profesional como las palabras de tantos escribas de entonces y también de tantos predicadores de hoy. Son palabras llenas de vida y con referencia a la vida. Son palabras con calor personal y al mismo tiempo también palabras de irrefutable autoridad que resulta de la unión con Dios. Pero sobre todo estas palabras son “palabras de acción” y en un sentido muy nuevo y desacostumbrado “palabras de fuerza”: ¡Lo que Jesús dice, sucede! “¡Incluso los espíritus impuros Le obedecen!” La mejor forma de reconocer “la fuerza vigorosa” está en la capacidad para superar las fuerzas adversas, las resistencias, conflictos… Jesús ya tiene por medio de Su Palabra la capacidad de superar las fuerzas del mal, los “espíritus impuros”. Esta “fuerza” está fundada en último término en que Él mismo en Su íntima unión con Dios de un modo único está libre de todo que es contrario a Dios: * Con esta libertad, Él puede resistir al tentador en el desierto. * Con esta libertad, Él puede orar en el Monte de los Olivos: “¡Padre, no se haga mi voluntad sino la Tuya!” * Con esta libertad, Él mismo puede perdonar en la Cruz. Tampoco a la hora de Su muerte, Él está poseído por un espíritu impuro de venganza y de represalia. Del mismo modo que Jesús ha liberado al poseso de Cafarnaum y a muchos otros, Él quisiera también liberarnos a nosotros. * Él quisiera liberarnos de todo nuestro egoísmo. * Él quisiera liberarnos del deseo oculto de sacar provecho de las propias ventajas a costa de otros y de ejercer fuerza sobre los demás. * Él quisiera liberarnos de todas las dependencias, que tan a menudo determinan nuestro pensar, hablar y actuar: - La dependencia de lo que “se” piensa así, se dice o se hace; - de todas las costumbres, modas y tendencias irreflexivas, - de formar parte de la masa, dejando de ser nosotros mismos. * Él quisiera también liberarnos de la esclavitud de las prescripciones y leyes alienantes, que Él tan a menudo lamenta en los fariseos. El ser humano no es para la ley sino al contrario: La ley está al servicio del ser humano y de su humanidad. * Así nos obsequia Jesús con Su Evangelio y sobre todo con Su Sermón de la Montaña el espíritu de la libertad. Nuestra fe también debe estar grabada por este espíritu de libertad: No se trata de tradiciones alienantes, sino de una configuración de la fe que está llena de vida. En una de las “nuevas canciones Espirituales” se dice: “¡Él nos hace libres para que nosotros nos liberemos mutuamente!” Este verso de la canción nos recuerda ciertamente en la contemplación del Evangelio de hoy: Que nosotros mismos como discípulas y discípulos de Jesús tenemos parte en Su misión liberadora en nuestra época. Cuanto más conscientes seamos de esta misión, tanto más podremos vivir de la esperanza de que: Nos está prometido un futuro en el que la fuerza libre y liberadora de Dios también habrá expulsado los últimos espíritus impuros. Amén. |