Homilía para el Domingo 27
del ciclo litúrgico C
7 Octubre 2001
Lectura del Domingo: Hab 1,2-3; 2,2-4
Evangelio: Lc 17,5-10
Autor: P. Heribert Graab S.J.
“¿Cómo puede permitir esto un Dios bueno?”
Esta pregunta probablemente se extiende
como un hilo conductor a través de toda la historia de la humanidad.
Frecuentemente se oculta detrás
toda una experiencia personal:
la experiencia del sufrimiento indecible,
la experiencia de la enfermedad incurable,
la confrontación con la muerte demasiado temprana
de una persona amada.

“¿Cómo puede permitir esto un Dios bueno?”
No pocas personas también se han hecho esta pregunta
en los días posteriores al 11 de Septiembre.

¿Como puede permitir Dios un terror tan espantoso,
cómo puede permitir la muerte de tantos inocentes?

En los Salmos bíblicos se condensa esta pregunta
a menudo en una lamentación abismal,
incluso en la inculpación contra este Dios,
en el que, sin embargo, el orante ha puesto toda su confianza
y en la terrible maldición contra aquellos “enemigos”,
que han ocasionado el insoportable sufrimiento
por el terror, la fuerza y la opresión.

También Habacuc, el profeta del “buen Dios”,
grita a voces expresamente su lamentación y
la lamentación de todo el pueblo:
“¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que Tú me escuches?
¿Hasta cuándo Te gritaré: ¡No hay más que violencia!
sin que Tú me salves?
¿Por qué me haces sentir la maldad
mientras Tú contemplas impasible la opresión?
Ante mí no hay más que rapiña, violencia,
pleitos y contiendas.”

La lamentación del profeta evidentemente tiene
un fondo histórico.
Pero al mismo tiempo es tan universal,
que casi palabra por palabra
podríamos hacer nuestra esta lamentación
en vista de lo que ha sucedido en New York
y en Washington.

Todavía muchos de nosotros estamos atónitos
y a más de uno también se le ha quebrantado
hasta la raíz de su fe.

Por ello debiéramos echar un vistazo sobre todo
a la reacción del profeta
y a las respuestas que descubre,
es decir, que escucha de Dios.

Habacuc dice:
“Quiero estar en pie en mi torre de guardia...
y espiar para ver lo que Él me dice,
lo que Él responde a mi lamentación.”

Este versículo se ha omitido en la lectura del domingo actual.
Pero podría ser totalmente útil:
Su lamentación no lleva al profeta en modo alguno a
separarse de su Dios, que le ha decepcionado;
más bien se dedica a Él con especial intensidad,
para escuchar lo que tiene que decir.
Las respuestas de Dios llegan tan despacio a Habacuc
como llegan a nosotros respuestas semejantes.
Tiene que ponerse a la espera,
tiene que acomodarse interiormente a la longitud de onda de Dios,
tiene que luchar probablemente durante noches enteras por una respuesta,
tiene que situarse a distancia de sus propias emociones,
de su espanto, de su rabia,
que le alteran la mirada, le taponan los oídos,
a él como a nosotros.

Sólo de este modo -y de ninguna manera de hoy para mañana- experimenta Habacuc algo así como una respuesta de Dios.
Y ésta le manda en primer lugar hacer algo:
“Pon por escrito lo que ves,
escríbelo claro en la pizarra,
para que se pueda leer sin esfuerzo.”

¡Las respuestas de la fe no son nunca para mí solo!
Tengo que divulgarlas, dar fe de ellas,
y responder de ellas directamente.
También la cuestión sobre la bondad de Dios y el sufrimiento
se puede responder fidedignamente sólo por el testimonio de fe
y el actuar propio de las personas creyentes.
Contra todo lo que pasa de malo
es preciso agarrarse a la visión de la fe.

Pero ¿qué visión es ésta?
Y ¿qué debe anotar ahora Habacuc?
En todo caso, ninguna solución universal
con la que se pudiera conjurar la fuerza del mal.
Muy al contrario, Dios pide paciencia.
Habacuc debe cultivar el arte de la espera paciente,
y sin embargo, -a pesar de toda apariencia- confiar.
A la postre, en todo caso vencerá la justicia de Dios que:
“¡Llega!”
Y una vez más: “¡Llega y no falta!”

Quien no es honrado,
quien proporciona fuerza al mal,
quien ejerce el poder, sucumbirá –
¡no cabe ninguna duda de ello!
La plenitud de la vida y de la felicidad por el contrario
la experimentará aquel que es fiel.

Después aún sigue un versículo, que igualmente falta en la lectura,
pero que es parte concreta de la respuesta
y que hoy gana actualidad
en vista de las reacciones de los Estados Unidos
y de sus aliados.
Este versículo dice:
“¡Ciertamente, es traidora la riqueza!
Nada consigue el orgulloso,
el que ensancha como el abismo sus fauces
y es insaciable cual la muerte,
el que se adueña de las naciones
y pretende acaparar todos los pueblos.”

Al final de todo el texto de Habacuc está una oración.
Y ésta desemboca en las palabras llenas de confianza:
“A pesar de todo, quiero regocijarme en el Señor
y alegrarme en Dios, mi Salvador.
Dios, el Señor, es mi fuerza.”

Precisamente de esta fe insuperable
habla Jesús a sus Apóstoles,
que le piden: “¡Fortalece nuestra fe”!
Jesús confía en que Dios mismo
nos regale una fe semejante –
aún cuando nosotros contribuyamos a esto
nada más que con un diminuto grano de mostaza.

Pero depende de este grano de mostaza:
No es posible reclinarse resignándose
y quedarse de brazos cruzados.
También para Jesús la acción depende de la fe:
“¡Aún cuando sólo tuvierais una fe diminuta
lo haríais!”
Entonces confiaríais en que
Dios también hoy –¡también por medio de vosotros!-
trabaja en su Reino tanto
que vosotros no podríais de ningún otro modo
transplantar los árboles que estorban la salvación de las personas.

La fe que transplanta tales árboles (o también montañas)
nos deseo a todos nosotros –
cada vez con más frecuencia – y a veces quizás contra toda razón.
Una confianza creciente en que
Dios y su mensaje de vida
tendrán la última palabra.
Amén.